¿Y si el problema no fuera trabajar demasiado, sino querer trabajar en absoluto?
Cómo un agitador socialista del siglo XIX anticipó los debates actuales sobre burnout, automatización y renta básica universal con una idea escandalosa: tenemos derecho a no trabajar
En 1880, un hombre cumplía condena de seis meses en la prisión parisina de Sainte-Pélagi por su activismo obrero. Era socialista, marxista convencido, agitador incansable de la causa proletaria.
Allí, entre cuatro paredes, escribió un panfleto que escandalizaría tanto a la burguesía como a sus propios camaradas. Su mensaje era simple y explosivo: los trabajadores estaban locos. No locos por rebelarse contra sus patrones, sino por algo mucho más perturbador: estaban locos por amar el trabajo.
“Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista”, escribió Paul Lafargue en las primeras líneas de El derecho a la pereza. “Esta locura trae como resultado las miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo.”
Aquí podéis acceder a su obra completa. Muy recomendable y accesible

¿Cómo es posible? Estamos en plena industrialización, cuando hombres, mujeres y niños trabajaban jornadas de catorce o dieciséis horas en condiciones infernales. Los socialistas de la época —y el propio Marx— dedicaban sus vidas a denunciar esta explotación y a organizar a los trabajadores. Y sin embargo, aquí tenemos a uno de ellos, el mismísimo yerno de Karl Marx, afirmando que el problema no era solo cuánto trabajaban, sino que quisieran trabajar en absoluto.Esta paradoja nos obliga a confrontar una pregunta incómoda: ¿y si el “sentido común” que sostiene nuestra civilización —que el trabajo dignifica, que quien no trabaja no merece comer, que la vida buena se gana con esfuerzo— no fuera ni natural ni eterno, sino una imposición histórica? ¿Y si todo lo que nos han enseñado sobre el valor del trabajo fuera, en realidad, una ideología inventada para mantenernos dóciles?
Lafargue pensaba exactamente eso. Y aunque su panfleto fue escrito hace más de 140 años, su herejía vuelve a resonar hoy con una urgencia inquietante.
El hereje: quién era Paul Lafargue
Para entender la audacia de este texto, hay que conocer al hombre que lo escribió. Paul Lafargue (1842-1911) fue una figura tan brillante como contradictoria en la historia del socialismo. Nacido en Santiago de Cuba de padres franceses propietarios de plantaciones de café, llegó a París a los nueve años. Como joven estudiante de medicina en la década de 1860, se politizó rápidamente en los círculos republicanos y socialistas más radicales de la capital.

Su temperamento provocador quedó claro cuando, en una conferencia internacional de estudiantes en Bélgica, tomó el podio y declaró ante la audiencia escandalizada: “¡Guerra a Dios! Eso es progreso”. La declaración le costó la expulsión de la universidad francesa. Pero este exilio forzoso resultó ser una bendición disfrazada: en Londres conoció a Karl Marx y, poco después, se casó con su segunda hija, Laura.
A partir de entonces, la vida de Lafargue quedaría inextricablemente unida al destino de la familia Marx y a la difusión del marxismo en Francia y España. Fue uno de los fundadores del Partido Obrero Francés en 1880, tradujo obras fundamentales de Marx al francés, participó en la Comuna de París, se exilió en España para escapar de la represión y, en 1891, fue elegido diputado mientras cumplía condena en prisión. Lenin, que asistió a su funeral en 1911, lo consideró “uno de los más talentosos y profundos divulgadores de las ideas del marxismo”.
Pero esta relación con el marxismo fue siempre tensa. Marx y Engels corregían constantemente los “errores” teóricos de Lafargue, le instaban a estudiar El Capital con más seriedad, se desesperaban con sus simplificaciones. La famosa exclamación de Marx —“lo que es cierto es que yo no soy marxista“— fue precisamente una reacción a la versión dogmática y mecanicista que Lafargue y su compañero Jules Guesde promovían.
Sin embargo, esta heterodoxia, este cruce de tradiciones —el republicanismo libertario de Proudhon, el blanquismo conspirativo, el marxismo económico— es precisamente lo que permitió a Lafargue ver algo que muchos marxistas ortodoxos no veían: que la tiranía del capital no era solo económica, sino también cultural y psicológica. Que la explotación no solo extraía plusvalía, sino que colonizaba la mente misma del trabajador, haciéndole amar sus cadenas.
El yerno rebelde, el discípulo que exasperaba al maestro, estaba a punto de lanzar su ataque más audaz.
El dogma desastroso: anatomía de una herejía
El derecho a la pereza no es un tratado económico. Es una declaración de guerra contra la moral burguesa y, más audazmente, contra la capitulación del propio movimiento socialista ante esa moral. Lafargue identifica a los perpetradores del “dogma del trabajo” en una trinidad impía: “los curas, los economistas y los moralistas”. Estos tres pilares ideológicos del orden capitalista habían tejido un halo de santidad en torno a la labor, convirtiendo el trabajo en un valor absoluto, una virtud suprema, una obligación casi religiosa.
Pero Lafargue desnaturaliza este “sentido común” con un simple gesto: mirar hacia atrás en la historia. Los griegos antiguos, nos recuerda, consideraban el trabajo manual como una degradación propia de esclavos, incompatible con la vida de un ciudadano libre.
“Solo a los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre solo conocía los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia.”
Era el tiempo de Aristóteles, de Fidias, de Aristófanes. ¿Y acaso eran menos civilizados que nosotros?

Incluso el cristianismo, antes de ser domesticado por la burguesía, predicaba la pereza.
“Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: ‘Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido’”.
Hasta Jehová, después de seis días de trabajo, “descansó por toda la eternidad”.
El punto es demoledor: la exaltación del trabajo no es una verdad universal ni un instinto natural. Es una ideología históricamente específica, inventada por el capitalismo del siglo XIX para disciplinar a las masas y mantener la producción en marcha. Y lo más trágico es que el proletariado la había interiorizado.
Aquí Lafargue lanza su crítica más mordaz: el ataque al “derecho al trabajo”. Esta consigna, proclamada por los obreros franceses en la revolución de 1848 y defendida por socialistas como Louis Blanc, es para Lafargue el epítome de la degradación proletaria. La llama “vergüenza para el proletariado francés”, un “derecho a la miseria”, una demanda abyecta por más servidumbre. “Solamente esclavos podían ser capaces de semejante bajeza.”
¿Por qué tanta virulencia? Porque para Lafargue, reclamar el “derecho al trabajo” es aceptar los términos del enemigo. Es pedir más cadenas, no la libertad. Es competir en el terreno moral de la burguesía en lugar de dinamitar ese terreno por completo.
Las máquinas: de verdugos a redentoras
La visión de Lafargue sobre la tecnología es profundamente dialéctica. Bajo el capitalismo, la máquina es un instrumento de tortura. Lejos de aliviar la carga del trabajador, intensifica su explotación. Las fábricas del siglo XIX sometían a hombres, mujeres y niños de hasta seis años a jornadas extenuantes en condiciones inhumanas. La máquina, en manos del capitalista, es un arma para extraer más valor, más rápido.
Pero —y este es el giro crucial— en una sociedad comunista, esta misma tecnología se transforma en su contrario. La máquina se convierte en “la redentora de la humanidad”, el “Dios que liberará al hombre de las sórdidas artes y del trabajo asalariado, el Dios que le dará el ocio y la libertad”.
Lafargue hace cálculos provocadores. Una buena obrera hace con el huso solo cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. “Cada minuto de máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera.” ¿Y qué hacemos con esta productividad asombrosa? ¿Liberamos a la obrera? No. La obligamos a trabajar aún más, compitiendo absurdamente con la máquina.
“¡Qué competencia absurda y mortal!”
El problema no es la máquina. Es quién la posee y para qué se usa.
Tres horas y una revolución
De este potencial liberador de la tecnología surge su propuesta más concreta y escandalosa: la reducción de la jornada laboral a un máximo de tres horas diarias.
No es una cifra casual. Lafargue argumenta que la inmensa productividad de las máquinas modernas hace que estas tres horas sean suficientes para satisfacer todas las necesidades sociales. El resto del tiempo —veintiuna horas— debe dedicarse a lo que realmente importa:
“…saborear las alegrías de la tierra, hacer el amor y reír, deleitarse y celebrar en honor del alegre Dios de la ociosidad”.
Su visión es inequívocamente hedonista y epicúrea. El tiempo libre no es para la contemplación piadosa ni para el “mejoramiento personal” al estilo victoriano. Es para el placer, los banquetes, el amor, la filosofía, el juego, la fiesta. Es para ser plenamente humano en lugar de ser un apéndice viviente de la máquina.
Lafargue también señala una ironía histórica. En la Edad Media, bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la Iglesia garantizaban al trabajador noventa días de descanso al año (52 domingos y 38 días feriados), durante los cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Pero la burguesía revolucionaria, tan orgullosa de sus libertades, abolió estos días feriados.
“Liberó a los obreros del yugo de la iglesia para someterlos mejor al yugo del trabajo.”
El progreso, según la narrativa burguesa, nos ha llevado de la jornada medieval a la jornada de ocho horas. Pero Lafargue invierte la historia: no hemos avanzado, hemos retrocedido. Trabajamos más que nunca, y peor aún, hemos aprendido a amarlo.
El hilo invisible: de la pereza a la Renta Básica
Aquí está la conexión que pocos han trazado explícitamente: aunque separados por más de un siglo, existe un linaje conceptual que une la provocación de Lafargue con el debate contemporáneo sobre la Renta Básica Universal (RBU).
Primero, una aclaración necesaria: Lafargue no propuso una RBU. Su visión era explícitamente revolucionaria y comunista. La jornada de tres horas y el ocio generalizado son características de una futura sociedad comunista, no medidas a implementar dentro del capitalismo. Por el contrario, muchas formulaciones modernas de la RBU son políticas reformistas diseñadas para funcionar dentro del sistema existente, incluso para estabilizarlo.
Entonces, ¿por qué conectarlos? Porque Lafargue estableció el fundamento filosófico sin el cual la RBU es literalmente impensable.
La idea central compartida es esta: el derecho a la existencia no debe estar condicionado a la venta de fuerza de trabajo. Lafargue lo imaginaba mediante una reorganización revolucionaria de la producción. La RBU lo propone mediante un pago en efectivo incondicional. Mecanismos distintos, pero el mismo principio fundamental: desacoplar la supervivencia del trabajo asalariado.
| Justificación | Derecho hedonista y humanista al ocio y la autorrealización | Derecho a la seguridad material y la dignidad humana |
|---|---|---|
| Relación con el capitalismo | Explícitamente anticapitalista. Solo posible después de la revolución | Varía: puede ser reformista (estabilizar capitalismo) o transicional (hacia post-capitalismo) |
| Visión del trabajo | El trabajo asalariado es esclavitud. Objetivo: su minimización radical o abolición | El trabajo actual es precario y coercitivo. Objetivo: hacerlo más voluntario |
| Rol de la tecnología | La ‘redentora’ que crea abundancia suficiente para sociedad post-trabajo | Motor del desempleo tecnológico que justifica ingresos alternativos |
| Mecanismo | Toma de medios de producción y reorganización colectiva | Pago regular, incondicional, individual del Estado a cada ciudadano |
El argumento tecnológico que comparten es especialmente potente. Lafargue diagnosticó que la inmensa capacidad productiva del capitalismo, impulsada por las máquinas, conduce inevitablemente a crisis de sobreproducción: demasiadas mercancías, muy pocos compradores. Su solución era doble: trabajar menos horas y permitir a los trabajadores consumir la abundancia que producen.
Este análisis resuena directamente con los debates contemporáneos donde la automatización amenaza con destruir empleos masivamente. ¿Qué pasa cuando los robots pueden hacer el trabajo de millones de personas? La respuesta de Lafargue —que debemos celebrarlo, no temerlo, y reorganizar la sociedad en consecuencia— sigue siendo radicalmente relevante.
Pero aquí está la tensión: muchas versiones actuales de la RBU la presentan como una manera de hacer el capitalismo más sostenible, de suavizar sus contradicciones. Lafargue, en cambio, nunca buscó salvar el capitalismo. Lo quería destruir.
Por eso su figura es incómoda. Por eso su nombre rara vez aparece en las genealogías respetables de la RBU, que prefieren comenzar con figuras menos radicales como Thomas Paine o el economista James Meade. Lafargue es demasiado revolucionario, demasiado anti-trabajo, demasiado hedonista para las coaliciones amplias que buscan construir los defensores pragmáticos de la RBU.
Pero recuperarlo es esencial precisamente por eso. Nos recuerda que el objetivo no debería ser simplemente optimizar el capitalismo o hacer la pobreza más soportable. El objetivo, si tomamos en serio su provocación, es crear una sociedad donde el trabajo deje de ser el centro organizador de la existencia humana. Donde la vida no se mida en horas vendidas sino en horas vividas.
Lafargue no dibujó el plano arquitectónico de esa sociedad. Pero sí hizo algo más fundamental: dinamitó el terreno ideológico donde se asienta nuestra civilización, haciendo concebible —por primera vez para muchos— que el mundo podría organizarse de otra manera.
Los puntos ciegos: una crítica necesaria
Toda recuperación honesta de Lafargue debe reconocer sus límites. Y el más significativo, visto desde el presente, es su ceguera de género.
El “ocio” que Lafargue imagina es implícitamente masculino. Cuando propone que todos trabajen solo tres horas en la fábrica y dediquen el resto del tiempo a la filosofía, el amor y los banquetes, no está considerando una pregunta fundamental:
¿Quién cocina esos banquetes?
¿Quién lava la ropa?
¿Quién cuida a los niños?
¿Quién limpia la casa?
Su análisis, como el de la mayor parte del socialismo del siglo XIX, se centra exclusivamente en el trabajador asalariado (mayoritariamente masculino) de la fábrica. Invisibiliza por completo la vasta esfera del trabajo reproductivo no remunerado que se realiza en el hogar, principalmente por mujeres.
Las teóricas feministas de los años 70 —Silvia Federici, Mariarosa Dalla Costa, Selma James— expusieron esta contradicción con claridad devastadora a través de la campaña “Salarios para el Trabajo Doméstico”. Su argumento era simple pero demoledor: el capitalismo depende crucialmente de este trabajo invisible. Cocinar, limpiar, cuidar, ofrecer apoyo emocional —todo el trabajo que reproduce diariamente la fuerza de trabajo— no recibe salario y ni siquiera se contabiliza como “trabajo real”.
«El trabajo reproductivo es el principio de todo lo demás y si las mujeres paran, todo para».
— Silvia Federici
— ytzel maya (@ytzmaya) March 8, 2025
La jornada de tres horas de Lafargue en la fábrica seguiría necesitando un número indeterminado de horas de trabajo reproductivo en el hogar. Su “derecho a la pereza” es, en gran medida, un derecho masculino que presupone la continuidad del trabajo no remunerado de las mujeres.
Nancy Fraser lo resumió con una pregunta imposible de eludir: “¿Quién limpia la casa de la limpiadora?”. Si la trabajadora del hogar pudiera permitirse contratar a otra persona para hacer su propio trabajo doméstico, esa otra persona también necesitaría a alguien que hiciera el suyo. Es una regresión infinita que solo se resuelve cuando alguien —históricamente, las mujeres— hace ese trabajo sin remuneración.
Esto no invalida la crítica de Lafargue al exceso de trabajo asalariado. Pero sí la hace incompleta. Una verdadera liberación del trabajo debe confrontar y reorganizar la totalidad del trabajo social: no solo las horas en la fábrica o la oficina, sino también las incontables horas de cuidado, limpieza, alimentación y sostén emocional que ocurren en el ámbito doméstico.
Una política emancipatoria del tiempo libre no puede ser solo para algunos. Debe incluir a quienes actualmente realizan el doble turno: el trabajo asalariado más el trabajo reproductivo. De lo contrario, el “ocio” de unos simplemente se construye sobre el trabajo invisible de otros.
El retorno del hereje
Después de décadas de olvido —enterrado bajo el productivismo soviético, que era precisamente lo que él criticaba— El derecho a la pereza ha resurgido en el siglo XXI con una fuerza inesperada. No es casualidad. Las contradicciones que Lafargue diagnosticó se han intensificado hasta el límite.
España tiene una de las tasas de burnout más altas de Europa. La “Gran Renuncia” que comenzó después de la pandemia vio a millones de trabajadores en todo el mundo dimitiendo de empleos que los estaban destruyendo psicológicamente. La economía de plataformas promete flexibilidad pero entrega precariedad: riders de Glovo trabajando doce horas al día sin contrato, programadores freelance compitiendo globalmente por proyectos mal pagados, influencers convirtiendo cada momento de su vida en contenido monetizable.
Y mientras tanto, la automatización avanza. La inteligencia artificial promete eliminar no solo trabajos manuales sino también cognitivos: abogados, contables, diseñadores, escritores, programadores. La promesa es que viviremos en una sociedad de abundancia donde las máquinas harán el trabajo. La realidad, por ahora, es que la riqueza se concentra cada vez más mientras la presión para trabajar se intensifica.
Esta es exactamente la contradicción que Lafargue identificó hace 140 años: capacidad tecnológica para crear abundancia + organización social que genera miseria. Las máquinas que deberían liberarnos nos esclavizan porque las relaciones de producción no han cambiado. La tecnología pertenece a unos pocos, y el resto debemos vendernos para sobrevivir, solo que ahora con menos seguridad y más ansiedad.
Por eso Lafargue vuelve a hablarnos. Por eso su herejía suena contemporánea. Propuestas como la semana laboral de cuatro días, que hace años parecían utópicas, ahora se experimentan en países como España, Islandia y Reino Unido con resultados prometedores. El debate sobre la RBU ha pasado de los márgenes al centro de la discusión política. El decrecimiento —la idea de que debemos reducir radicalmente la escala de la producción en los países ricos— gana adeptos entre quienes entienden que el crecimiento infinito en un planeta finito es una contradicción mortal.
Todas estas propuestas, tan distintas entre sí, comparten una intuición lafargueana: es posible vivir mejor trabajando menos. La abundancia existe. La tecnología existe. Lo que falta es la voluntad política para reorganizar la sociedad en consecuencia.
Pero antes de cualquier reorganización práctica, necesitamos la reorganización mental. Y eso es lo que Lafargue nos ofrece: la dinamita conceptual para hacer estallar la creencia de que nuestra existencia debe estar subordinada al trabajo.
Su legado no es un programa político detallado. Es algo más fundamental: una pregunta radical que cada generación debe responder por sí misma. ¿Para qué sirve todo este trabajo si no nos deja vivir? ¿Por qué trabajamos cada vez más cuando las máquinas producen cada vez más? ¿Quién se beneficia de que hayamos interiorizado la culpa por descansar, por disfrutar, por simplemente existir sin ser productivos?
La herejía de Lafargue —que tenemos derecho a la pereza, que el ocio es más sagrado que el trabajo, que una vida buena se mide en tiempo libre y no en horas vendidas— sigue siendo herejía precisamente porque toca el nervio central del sistema. Cuestionar el valor del trabajo es cuestionar los cimientos mismos de cómo está organizada nuestra civilización.
Pero quizás, solo quizás, ha llegado el momento de convertir esa herejía en sentido común. De tomarnos en serio la posibilidad de que el mundo pueda ser de otra manera. De que las máquinas trabajen para nosotros y no al revés. De que podamos, por fin, dedicar nuestras vidas a lo que realmente importa: crear, amar, jugar, pensar, reír, cuidarnos mutuamente y, sí, también descansar.
En 1880, desde una celda de prisión, un agitador socialista imaginó un mundo así. Lo llamó El derecho a la pereza. Nosotros aún lo llamamos utopía.
Pero entre su tiempo y el nuestro, entre su utopía y nuestra realidad, hay solo una pregunta: ¿Estamos dispuestos a luchar por ella?
